domingo, 12 de octubre de 2008

UNA TERCERA VÍA: EL DISTRIBUTISMO

El distributismo, también conocido como distribucionismo, es una tercera vía económica, entre el socialismo y el capitalismo, formulada por pensadores tales como G. K. Chesterton y Hilaire Belloc para aplicar los principios de justicia social articulados por la Iglesia católica, especialmente por el Papa León XIII en su encíclica Rerum Novarum.

De acuerdo con el distributismo, la propiedad privada sobre los medios de producción debería estar distribuída lo más ampliamente posible entre la población, en vez de estar centralizada bajo el control de unos pocos burócratas del gobierno (como en muchas formas de socialismo) o en una minoria que comanda los recursos (como en muchas formas de capitalismo). Un resumen sobre el distributismo se encuentra en una declaración de G. K. Chesterton: "Mucho capitalismo no quiere decir muchos capitalistas, sino muy pocos capitalistas".

Esencialmente, el distributismo se distingue por su promoción de la distribución de los bienes. Sostiene que, mientras que el socialismo no permite a las personas la propiedad de bienes de producción (todos están bajo el control del Estado, la comunidad, o de los trabajadores), y mientras que el capitalismo permite sólo a unos pocos la propiedad de estos, al contrario el distributismo trata de asegurar que la mayoría de las personas se convertirán en los propietarios de la propiedad productiva.

Como Hilaire Belloc dijo, el Estado de distribución (es decir, el Estado que ha aplicado el distributismo) contiene "una aglomeración de las familias de diversos niveles de riqueza, pero, con mucho, el mayor número de propietarios de los medios de producción." Esto hace más amplia distribución. No se extenderá a todos los bienes, sino sólo a los bienes productivos, los bienes que producen riqueza, es decir, las cosas que necesita el hombre para sobrevivir (la tierra, las herramientas...).

A menudo se ha descrito como una tercera vía de orden económico entre el socialismo y el capitalismo. Sin embargo, algunos lo han visto más como una aspiración, que ha sido realizada con algún éxito en el corto plazo por el compromiso con los principios de subsidiariedad y la solidaridad del cooperativismo (que se construye en estas cooperativas locales financieramente independientes, uniendo propiedad privada y mercado con trabajo colaborativo e igualdad de decisión).

La meta del distributismo es la propiedad familiar de tierra, talleres, tiendas, transportes, comercios, profesiones, y así más. Propiedad familiar es el medio de producción tan ampliamente distribuido como para ser la marca de la vida económica de la comunidad - este es el deseo de la distribución.

En este sistema, la mayoría de la gente podría ganarse una forma de vivir sin tener que depender del uso de la propiedad por otros. El ejemplo de gente ganándose la vida de esta manera serían los agricultores o granjeros que son propietarios de sus propias tierras y las maquinarias para explotarla. La idea es reconocer que semejante propiedad y equipo pueda ser de copropiedad de una comunidad local más grande que una familia, por ejemplo, socios en un negocio.

El distributismo no favorece un sistema político sobre otro, sea este la monarquía o la democracia, ni necesariamente apoya al anarquismo, aunque algunos distributistas, como Dorothy Day, eran anarquistas. El distributismo no apoya un orden político hacia el extremo individualismo o estatismo.

El distributismo no se afilia con ningún partido político. En Inglaterra hay algunos partidos políticos que exponen ideas distributistas.

El distributismo es conocido por haber tenido una gran influencia sobre el economista E. F. Schumacher, autor del libro "Lo pequeño es hermoso" sobre economía en red.


UN ANÁLISIS MARXISTA DEL DISTRIBUTISMO

(M.Alejandro Garcia Torres)

El materialismo considera que la realidad material, la realidad que vivimos juega un papel moldeando nuestra conciencia. Una persona no será igual si nace en una selva, en una llanura o en una ciudad. Si una persona nace en un pueblo mísero le será mucho más difícil cultivar ciertos valores, no por su culpa sino porque el medio material en el que le toca vivir se lo pone difícil a la hora de acceder a determinadas facilidades.

Las condiciones de vida modifican nuestros valores. El punto de vista materialista explica que la psicología de los individuos compartirá muchos más rasgos comunes cuanto más similares sean sus condiciones de vida. Esto no significa renunciar a la individualidad, de hecho el ser humano es tan complejo que la experiencia de un sólo hombre es irrepetible, por eso no hay dos personas iguales en el mundo. Se me dirá que en una misma clase se pueden encontrar individuos totalmente disímiles en sus valores y psicología, y esto es verdad; pero cuando consideramos a dos personas “diferentes” lo hacemos porque obviamos muchas similitudes que damos por descontadas y no resaltan. Dos personas que vivan en una urbe populosa podrán detestarse cordialmente y ser totalmente incompatibles, pero compartirán muchos rasgos psicológicos marcados por el hábito que no marca a sus respectivos primos que viven en un pueblito rural.

A su vez las condiciones materiales de existencia se ven fuertemente influidas por la forma como el hombre produce sus medios de vida. El hombre necesita producir para vivir, esa es la base de su supervivencia.

Nuestras ideas y valores respecto de lo que es deseable desde el punto de vista político y social están notablemente influidas por esto. Lógicamente una persona que se gana la vida vendiendo armas difícilmente se adscribirá activamente al pacifismo, el dueño de una multinacional difícilmente estará contento con ideas que impliquen desposeerlo de su fortuna. Quien tiene un trabajo quiere a toda costa conservarlo, quien no tiene trabajo quiere conseguirlo, quien factura un millón de dólares al año se angustia si factura medio, etc. La forma de producir medios de vida influirá mucho no sólo en la organización de la vida del individuo sino también en sus ideas, sus valores y su cosmovisión. No significa que no pueda eventualmente contradecirla, o que no haya excepciones; significa que nuestros intereses objetivos constantemente impulsan a nuestro pensamiento a adoptar determinadas posturas y a asumir determinados valores. Ser consciente de este condicionamiento es lo que permite eventualmente superarlo en búsqueda de algo que vaya más allá de nuestro interés personal inmediato.

Para Marx la posesión o no de medios de producción determina un interés objetivo muy fuerte. Los trabajadores se agrupan en sindicatos porque tienen intereses comunes que defender, y lo mismo ocurre con los capitalistas que se agrupan en cámaras empresarias. Pero existe una clase que comúnmente se llama “clase media” (pequeña burguesía para el marxismo) que está en una posición particular.

El pequeño burgués es mencionado muchas veces en forma peyorativa por algunos pensadores marxistas, pero el mejor marxismo analiza las clases sociales con mucha más amplitud de miras. La pequeña burguesía es esa clase social que o bien posee medios de producción en una escala tan reducida que no le permite explotar trabajo asalariado (el individuo sólo se explota a sí mismo) o bien ejerce una profesión, o es un asalariado de cierto nivel que le permite tener un capital de reserva suficiente como para reproducirse ante la pérdida de un salario, sea por medio del interés financiero, sea adquiriendo medios de producción.

La pequeña burguesía está sometida a tensiones contradictorias. Por un lado es explotada o aplastada por el gran capital, por el otro tiene ciertos privilegios respecto del proletariado o los marginales. La psicología del pequeño burgués es consecuente con esto: puede adoptar posturas revolucionarias, hostiles al gran capital; o puede adoptar posturas hostiles a todo cambio social a favor de los trabajadores. Y esto ocurre porque el pequeño burgués suele asumir ambos roles: el del de capitalista que explota un medio de producción y el de trabajador.

Pensemos en un agricultor: posee una parcela de tierra, pero debe trabajarla él mismo ya que no puede producir a escala suficiente como para explotar trabajo asalariado, o si cuenta con trabajo asalariado es de muy pocas personas. Los agricultores poseen un medio de producción, pero esto no los exime de trabajar como condición obligada a la percepción de alguna renta.

Otro ejemplo interesante es el profesional independiente. Esta persona se asemeja a un capitalista dueño de una empresa de trabajo temporal, sólo que tiene un solo empleado: él mismo, que se vende en el mercado como fuerza de trabajo. El profesional es él mismo su propia mercadería y juega el doble rol de capitalista y trabajador.

La ideología del pequeño burgués es mucho menos homogénea que la del proletariado o la burguesía, justamente por este doble rol que juega. Por un lado el pequeño burgués defiende la propiedad privada de los medios de producción, ya que posee uno (o un capital equivalente). Por otro lado comprende perfectamente los problemas de un trabajador, porque trabaja. Así el pequeño burgués puede adoptar posiciones revolucionarias por su hostilidad contra el sistema del gran capital que aplasta a su pequeño emprendimiento, o reaccionarias por miedo a que los intereses del proletariado desposeído expropien el medio de producción que es su único medio de vida y esperanza de ascenso social. Muchas veces adopta una mezcla de ambas de acuerdo a las circunstancias. A veces luchan contra los terratenientes a veces junto a ellos. La confusión ideológica y las declaraciones contradictorias de sus dirigentes son graciosas o trágicas de acuerdo a cómo se las mire, pero muy lógicas.

Una de las características de los sistemas políticos que nacieron al calor de ideas surgidas en la pequeña burguesía es su ahistoricidad o falta de carácter histórico.

Los sistemas políticos no son simplemente formas neutras de organización social. Si fueran sólo eso la política no causaría tantas muertes. Es fácil ver que la política implica enormes intereses, sólo que esos intereses tienden a identificarse con la mera corrupción de los representantes políticos, cuando lo cierto es que en la política se juegan intereses mucho más vastos, esto es: intereses de clase, de los cuales la corrupción de los políticos es apenas un apéndice.

Varios pensadores han ya ideado y propuesto sistemas políticos. Marx englobaba dentro de lo que llamaba “socialismo utópico” a numerosos sistemas sociales ideados por Saint-Simon, Fourier, etc. La crítica fundamental a estos sistemas es precisamente su falta de carácter histórico: estos pensadores simplemente se dedicaron a imaginar un sistema social “ideal” bajo el cual la humanidad podría vivir sin conflictos, creyendo que con esto el problema estaba solucionado.

Marx por el contrario entendió que no es posible encontrar un sistema político sin analizar primero cuáles son las fuerzas sociales – esto es: los intereses – que históricamente han dado lugar a los diferentes sistemas políticos. Piénsese lo que se quiera de Marx, pero es indudable que idear un sistema político justo es algo que no puede hacerse dejando de lado las fuerzas históricas reales que hoy actúan en la sociedad. Ignorarlas es condenar cualquier sistema que se pergeñe a permanecer en el limbo, la “utopía”, que quiere decir precisamente “ningún lugar”.

Es interesante analizar los sistemas propuestos por los socialistas utópicos. El falansterio de Fourier, por ejemplo, propone imágenes que suelen sonar a cuentos de ficción ingenuos y no muy logrados: cientos de hilanderas ejecutando un trabajo perfecto, niños que hacen todos felizmente lo mismo, un armonía ideal, etc. Este carácter irreal y ficticio está dado por la ausencia de conflictos humanos en el análisis, ausencia derivada justamente del carácter ahistórico de la idea.

El distributismo adolece de los mismos problemas. Si bien está formulado de manera algo más precisa y se trata de una idea mucho más moderna, no deja de presentar esa sensación de irrealidad utópica derivada no de un exceso de imaginación sino de la falta de análisis histórico.

Y la falta de análisis histórico no provoca sólo una “sensación” de irrealidad sino que plantea objeciones muy concretas que envían al distributismo al arcón de las ideologías utópicas. Sin embargo el distributismo es muy ilustrativo acerca de los intereses y el origen de clase de sus ideólogos.

El distributismo propone un sistema basado en la propiedad privada, pero ejerciendo una salvedad: propiedad privada sólo en pequeña escala… ¿No es ya muy visible su origen pequeño burgués? El sistema con el que soñaban Chesterton e Hillaire Belloc propone una especie de Arcadia en la que los medios de producción sólo existen a pequeña escala distribuidos en cada hogar. Las ventajas de este sistema aparentemente se dejan ver: la inexistencia de grandes corporaciones capitalistas que distorsionen el mercado, la existencia de un mercado de iguales en el cual nadie tiene un poder desproporcionado sobre otro, y por supuesto: la preservación de la propiedad privada a una escala autónoma.

Lo curioso de esta utopía de origen católico y reaccionario es que se parece mucho al socialismo utópico. Y creo que muy a su pesar. La diferencia entre propiedad colectiva y propiedad privada se ve aquí reducida notablemente por el principio de subsidiariedad, sobre el que volveremos más adelante.

Un pensador en el que se apoyan los ideólogos del distributismo para dar algún peso a este sistema es Ernst Friedrich Schumacher, economista germano-británico que no casualmente tituló unos de sus libros “Lo Pequeño es Hermoso”, aserto notablemente sentimental que abre un estudio acerca de las “tecnologías intermedias” intentando demostrar que la producción masiva y gigante del capitalismo moderno es ruinosa, que las tecnologías deberían circunscribirse a la producción necesaria a pequeña escala y con menor inversión de capital.

Para la gestión de industrias más pesadas Schumacher propone fábricas copropietarias, y otras soluciones que implican en realidad formas de propiedad colectiva. Analizando el distributismo es muy curioso observar lo mucho que se acerca al socialismo real y lo distorsionado de sus críticas al mismo. De hecho el distributismo intenta ser un socialismo que salve el último bastión del capitalismo: la propiedad privada.

Vamos entonces a hacer algunas preguntas al distributismo, preguntas que implican tomárselo con seriedad y considerarlo como una alternativa. Contestar estas preguntas de manera solvente es lo que diferencia a una idea que se propone seriamente constituirse en posibilidad política de una idea cuyo objeto es simplemente plantear una inevitable crítica al sistema capitalista sin proponerse jamás reemplazarlo, como yo creo que es el distributismo.

La primera pregunta es de carácter histórico: ¿cómo llegamos al distributismo a partir de la sociedad actual?

Mencionemos sólo al pasar algunas de las muchas objeciones de tipo técnico y logístico en las que uno podría enzarzarse con Schumacher. Este economista identifica “gran escala” como el problema crucial y el principio de subsidiariedad, esto es: que lo que puede hacerlo una entidad pequeña no lo haga una entidad grande, como la ansiada solución.

En realidad la producción a gran escala no es mala en sí misma. Cualquier experto en producción y logística puede explicar la enorme reducción de costos que implica la producción a escala masiva y el enorme bien que representa para la humanidad. La producción a gran escala permite la standarización de numerosas normas de calidad, piénsese en muchos bienes de producción compleja como computadoras, elementos de biotecnología, productos químico-farmacéuticos, extracción de petróleo y otros recursos naturales etc. que resultan imposibles de producir a pequeña escala con un costo razonable.

El problema no es la producción a gran escala en sí misma, el problema es la propiedad privada de esos medios de producción masiva. Pero claro: para el distributismo hablar de propiedad colectiva de un gran medio de producción es anatema ya que se trataría prácticamente de socialismo. Así que para preservar la arcadia pequeñoburguesa se propone un anacronismo económico como la producción obligada en pequeña escala.

Pero esto es apenas un problema menor, volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo se llega a este esquema desde nuestra sociedad? No se ve otra forma que expropiar a los actuales grandes capitalistas. Esto sólo ya representa un obstáculo tal que desde el marxismo puede pronosticarse sin temor a errar que ni el más audaz y fervoroso distributista será capaz siquiera de proponerlo, que la iglesia sería la primera en desaprobar semejante locura, y por supuesto: que sólo los marxistas consecuentes acompañarían sin ningún problema una medida de este tipo.

Existe aún otro problema, suponiendo que este paso pudiera darse. Digamos que hemos convertido a todos los capitalistas a un fervoroso distributismo y que todos están dispuestos sin más a deshacerse de sus grandes medios de producción y a desprenderse de millones de dólares ante la mirada atónita de Ratzinger. Digamos que solucionamos el engorroso y costosísimo problema de desmontar todas las grandes industrias (no me quiero imaginar los costos) y redistribuirlas en multitud de pequeñas formaciones urbanas. Digamos que logramos todo esto, ahora bien: ¿Cómo evitamos la acumulación de capital?

El pequeño burgués adolece de una contradicción fundamental: por muchos conflictos que tenga con el capitalista el pequeño emprendedor siempre quiere convertirse en uno grande, para eso trabaja y a eso dedica todas las horas del día. Nadie como el pequeño burgués sueña con dejar de trabajar y permitir que alguien se ocupe del molesto problema del trabajo para tener más tiempo libre. Y cuidado: esto es una aspiración natural y legítima del ser humano: todos queremos tener más tiempo para nosotros y liberarnos de la embrutecedora necesidad de ganar el pan para dedicarnos a la creatividad y a la belleza. Lo malo es que el capitalismo sólo nos deja la salida de traspasar a otro la obligación de trabajar por mí a cambio de un salario.

Una vez establecidas estas pequeñas propiedades todo el mundo tendrá la legítima aspiración de acumular capital ¿cómo impedirlo y con qué argumentos? Las tendencias subyacentes en una sociedad de este tipo no cambiarían y exigirían resolución: ¿Cuál sería el límite fijado para la acumulación de capital? ¿Quién lo fijaría y con qué criterio? ¿Adónde iría el capital sobrante? ¿Al estado? ¿Qué clase de propiedad privada es aquella a la que no se le puede extraer libremente el máximo de sus posibilidades?

Sin contar con que muchas demandas sociales quedarían insatisfechas ya que estaríamos constreñidos a una sociedad en la cual el avance tecnológico estaría enormemente dificultado debido a la imposibilidad de hacer grandes inversiones de capital. No en vano los ideólogos del distributismo suelen ser personas con cierta fobia al avance técnico, al que identifican con el totalitarismo.

Aún más difícil de responder es la pregunta que vincula el primer paso con el último: ¿con qué argumento filosófico se puede expropiar a un capitalista si al final lo único que se hará será “redistribuir” la propiedad privada? Es muy sencillo ver que esto es un remedo de socialismo ya que exige una expropiación, un choque directo con los intereses capitalistas, pero cualquier capitalista tendría derecho a preguntar “¿Con qué autoridad se me expropia a mí, si al fin y al cabo la forma de propiedad es la misma?”

Pero ningún pequeño burgués está dispuesto realmente a esto por la sencilla razón de que no tiene sentido. Como se ha dicho: el pequeño burgués quiere convertirse en capitalista, quiere mejorar su nivel de vida y dedicarse a tareas más creativas que perseguir el sustento. Esto no es malo en sí mismo, sólo en la medida en que obliga a dejar caer sobre las espaldas de otro la carga que se lleva sobre la propia. La utopía distributista paga su falta de origen histórico con la falta de futuro histórico: como toda utopía se trata de una sociedad que sólo puede ser concebida congelada en una fotografía, no puede hablarse ni de cómo llegar a ella ni de cómo desarrollarla una vez conseguida.

El problema de la escala de producción es un falso problema, una cuestión artificial en la que los ideólogos del distributismo cayeron para salvar la pequeña propiedad privada y para no aceptar la propiedad colectiva.

El problema de los medios de producción no es el de su escala sino el de su control. El control de los grandes medios de producción puede ser plenamente democrático en tanto pertenezcan al estado y el estado esté sujeto a ese control democrático. Los medios de producción no son otra cosa que una herramienta social, su escala debe estar adecuada a los costos y necesidades humanas, no puede ser fijada por principio.

Con frecuencia se acusa al socialismo de otorgar al estado un papel aplastante, pero es una perspectiva falsa. El estado no es un ente independiente de las personas sino un instrumento de poder al servicio de determinados intereses. Identificar cuáles son esos intereses es la clave para entender el funcionamiento de cualquier estado.

El proletariado es aquella parte de la población que no posee otro medio de vida que la venta de su fuerza de trabajo. Esta clase social es el sujeto histórico llamado a tomar el poder y reformular la propiedad de los medios de producción con el objeto de ir progresivamente a una sociedad en la que la técnica permita al ser humano – a todos los seres humanos – liberarse de la persecución angustiante del sustento, una sociedad donde la propiedad colectiva de los medios de producción unida al impresionante avance tecnológico heredado del capitalismo permita el máximo de tiempo libre y el mínimo de trabajo alienado o forzoso.

Adivino que muchos lectores llegarán hasta aquí y dirán que esto es exactamente una utopía, pero está muy lejos de serlo: los recursos del planeta son más que suficientes para dar alimento a toda la población, y el avance tecnológico permite una utilización y reproducción óptima y racional de esos recursos. La razón por la que estamos destruyendo el medio ambiente y despilfarrando recursos de manera oprobiosa mientras masas enteras se mueren de hambre es simplemente la altísima concentración de enormes cantidades de capital cada vez en menos manos, concentración que sigue la dinámica del capitalismo en una degeneración cada vez más acusada.

En una sociedad socialista – explica Leon Trotsky – “el dinero deja de elevar al cielo o hundir en el infierno” para transformarse en lo que nunca debió dejar de ser: un simple medio de contabilidad. Lógicamente en una sociedad socialista nadie está exento de trabajar, pero trabajar no para hacer la acumulación de nadie, ni para acumular – cosa innecesaria en una sociedad en la que la existencia está garantizada en buenas condiciones – sino para desarrollar el propio potencial.

Toda actividad humana crea valor; si imaginamos el mundo como una enorme empresa que crea bienes a partir del trabajo, a medida que el socialismo avanza el ingreso que percibe un trabajador es cada vez menos salario y más dividendos fruto del valor agregado que otorga el trabajo humano en esa gran empresa que es el mundo. Se borrarían progresivamente las fronteras entre vida y trabajo y ciertamente gracias al avance técnico se trabajaría cada vez menos.

En la medida en que desaparecen las clases el estado tendería a dejar de existir, muchas funciones se borrarían y persistirían quizás algunas elementales instancias de administración colectiva, pero el interés de clase es lo único que sostiene la maquinaria del estado. Como decía Marx: con el comunismo empieza la verdadera historia del hombre.

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PERO LA HISTORIA NOS ESTÁ DEMOSTRANDO QUE NI EL COMUNISMO NI EL CAPITALISMO SON LA SOLUCIÓN, POR LO QUE FORZOSAMENTE HABRÁ QUE INVESTIGAR TERCERAS VÍAS.

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